Este hombre halló la salvación de la única manera que está al alcance de cualquier ser humano. No fue salvo de sus pecados por asistir a la iglesia; la iglesia fue formada casi dos meses después del día de su muerte. No fue salvo por leer la Biblia, por hacer buenas obras o por llevar una vida sin reproche. No recibió auxilio espiritual de los muchos sacerdotes que le rodeaban ni de la madre del Señor que estaba cerca de la cruz. No fue salvo por el bautismo o por alguna otra ceremonia religiosa. Fue salvo simple y sencillamente por dirigir la mirada hacia Cristo Jesús el Señor.
Cuanto más se acercaba la muerte, más consciente estaba de la carga tremenda de su pecado y de la justicia de su sentencia. "Nosotros, a la verdad, justamente padecemos -dijo a su compañero en el crimen- porque recibimos lo que merecieron nuestros hechos". Sus pecados, algunos de ellos, eran conocidos por todos, la tablilla sobre su cabeza los anunciaba. Pero había muchos más que él sólo conocía: pecados privados, secretos, pecados de omisión (cosas que debiera haber hecho, pero que descuidó). "El aguijón de la muerte es el pecado" 1Cor 15:56.
Era un hombre moribundo. Nosotros también lo somos. Cada minuto que pasa nos lleva irremisiblemente hacia la muerte. Quisiéramos no pensar en esto, olvidarlo. Buscamos frenéticamente placeres y diversiones para borrar esta verdad de nuestra mente, pero el olvido, aunque fuera posible, no cambia el hecho: ¡estamos muriendo! "La paga del pecado es muerte" Rom 6:23. El ladrón muribundo había pecado durante toda su vida, pero ahora, sentía intensamente el aguijón.
Alguien debe de haber orado por este hombre. Al menos, podemos estar seguros de que Cristo lo hizo. Años antes, Cristo enseñó: "Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen y orad por los que os ultrajan". El siempre practicaba lo que predicaba. Mientras lo clavaban en la cruz, pedía el perdón de su Padre para sus verdugos. Podemos estar seguros que, cuanto más le injuriaban y maldecían los malhechores, tanto más oraba por ellos. De pronto, uno dejó de insultarle y una nueva mirada llenó sus ojos.
Empezó a contemplar la persona de Jesús. Fijó su vista en el rostro del Hijo de Dios, y vio santidad, paz y deidad. Levantó más la vista y vio una corona de espinas, símbolo elocuente de la brutalidad. Levantó la vista aún más y leyó el título puesto allí por Pilatos: "Este es Jesús de Nazaret, el rey de los judíos". ¿Sería posible que en su niñez hubiera aprendido estas palabras de Isaías?: "Mas él, herido fue por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre él, y por su llaga fuimos nosotros curados" Is 53:5 Fijó los ojos en Él y vio cosas nuevas y maravillosas, y confió en las palabras de Jesús. Recordó que había dicho: "Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen". Oyó también lo que dijeron los que rodeaban la cruz: "A otros salvó, a sí mismo no se puede salvar". "Si eres Hijo de Dios, desciende de la cruz". Oyó el evangelio de labios de los enemigos de Cristo, ¡y lo creyó!
Creyó que Jesús era el Mesías esperado por Israel. "¿Ni aún temes tú a Dios estando en la misma condenación?" -dijo a su compañero-. Creyó que Cristo era perfecto y sin pecado, "Este ningún mal hizo". Creía que Cristo le podía salvar,"Acuérdate de mí". Creía que Cristo era un rey y que había algo más allá de la muerte y creía en la resurrección: "Cuando vengas en tu reino". Creía que Cristo tendría un reino y quería formar parte de él. Este criminal desconocido creyó con una fe maravillosa y ejemplar. Confesó que Jesús era el Señor, tal como lo dice Romanos 10:9.
Seguramente esta oración llegaría a los oídos de Cristo como música dulce y sublime. Este hombre no tuvo las oportunidades que muchos tienen hoy. No estaba leyendo estas líneas en la tranquilidad de su hogar. No estaba rodeado por aquellos que deseaban la salvación. No tenía una sola página del Nuevo Testamento en sus manos. Sufría dolores indecibles, pero contempló a Cristo y creyó. Estando a un paso de la muerte puso su mirada en Cristo y halló la salvación.
"Por que todo aquel que invocare el nombre del Señor, será salvo" Rom 10:13. "Señor, acuérdate de mí", clamó el penitente y el Señor oyó y respondió al instante. Sin precio, sin plazos, sin nada más que fe en el Cristo de la cruz, Dios lo perdonó. También hay perdón para el lector de estas líneas si reconoce su pecado y de la misma manera que el malhechor, invoca al Señor.
El malhechor moribundo fue salvado y estaba seguro de ello. "Hoy estarás conmigo en el paraíso", fue la respuesta del Señor. No dijo nada acerca del purgatorio, cuyo fuego purificaría al malhechor. "La sangre de Jesucristo... nos limpia de todo pecado" 1Jn 1:7.
El Salvador murió primero. La luz del mundo entró a las regiones tenebrosas de la muerte para alumbrar el camino para el primer trofeo de su victoria. Al ponerse el sol, manos crueles pusieron un fin violento a la agonía del ladrón moribundo, lanzándolo a la eternidad. Pasó por el río de la muerte, pero en la ribera opuesta, el Señor mismo lo estaba esperando. Una mano horadada estrechó a otra, horadada también. El cielo resonó con el grito triunfal del Pastor: "Gozaos conmigo, porque he encontrado mi oveja que se había perdido".
Pero fueron dos los malhechores crucificados con Cristo. Uno se salvó para que nadie desespere. El otro se perdió para que nadie presuma. Así es y será. Un encuentro con Cristo equivale a llegar a la cresta divisoria de la vida. Tras la cruz hay dos caminos, una encrucijada, y es forzoso decidir. ¿Qué camino escogerá Ud.? ¿Creerá? ¿Invocará el nombre del Señor obteniendo así la salvación? ¿O le dará la espalda partiendo de su presencia a la perdición eterna? La elección es suya.
Citas donde se encuentra la historia de este hombre:
Mateo 27:38-44; Marcos 15:27,28; Lucas 23:32-43; Juan 19:18
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